Mis primeros recuerdos del barrio se remontan a hace justamente 61 años. Sí, efectivamente, 61 años ya – ¡Cómo pasa el tiempo!-. Nos entregaron las llaves a cada una de las familias (200 en concreto, de ahí el nombre tan numérico él) en el año 1960. El Gobernador Civil del momento D. Eugenio López y López, gallego de pro que, por cierto, había tenido una entrevista con mi madre en su despacho, por ser ambos paisanos (Orense); cuando se produjo la donación de las llaves, se mostró especialmente amable con nosotros.
En aquellos momentos, el poder tener una vivienda en propiedad era, para muchas de las familias que nos mudamos allí, un logro. En nuestro caso – llevábamos en Cuenca 6 años y siempre habíamos vivido de alquiler- fue una gran satisfacción. Una casa nuestra, pagada con los ahorros de siempre. Se sortearon entre los miembros de la Cooperativa y nosotros tuvimos una suerte relativa en el sorteo. Había tres bloques: El 1º daba a la Plaza de toros y, teóricamente, era el mejor porque estaba en la carretera; el 2º, no tenía ningún atractivo especial, estaba justo en el medio y las vistas eran bastante poco interesantes; y el nuestro, que era el más pequeño y para mí el más atractivo porque la cocina, el cuarto de baño y mi habitación tenían unas vistas extraordinarias a El Vivero Central. Los portales no se identificaban curiosamente por números, sino por letras. Nos correspondió la letra R, 5º izquierda. Bien porque era el que tenía, desde mi punto de vista, los mejores paisajes a la vista, el mejor trastero y mucha luz y, no tan bien, porque era un 5º sin ascensor. Para mí, como niña, no había ningún problema en subir los cinco pisos, pero para mis padres cargados con la compra, era otra cuestión.
El piso era alegre, lleno de luz y contaba con habitaciones bastante amplias: Cocina, cuarto de baño, comedor, y tres habitaciones, entradita y pasillo: total 80 metros cuadrados además del trastero situado en la planta baja, de al menos 10m.
Las casas costaban en aquel momento 100000 pesetas. Una cantidad que ahora nos puede resultar ridícula, pero en 1960, el tener esa cantidad no era muy fácil para el tipo de familias que nos trasladamos allí. Era la clase media media y media baja. Algunos funcionarios (maestros, policías, guardias civiles, empleados del Ayuntamiento, obreros, etc. ) familias jóvenes que, como nosotros, tenían una vida por delante.
Había buen ambiente en el barrio. El Vivero, tan próximo, era nuestro jardín particular. Allí las personas mayores, los abuelos y los padres, podían pasear y tomar el sol, charlar, contarse sus vivencias y lo que habían pasado en la guerra, etc. etc.… Para nosotros era la vida, los amigos, los primeros secretos, los primeros amores, las primeras travesuras, los juegos, las historias para no dormir…
La calle no estaba asfaltada y la lluvia provocaba grandes barrizales e incluso, un año, el desbordamiento del río Júcar que, por estar tan próximo a las viviendas, hizo que se anegaran .los trasteros de nuestro bloque que eran los que se encontraban más próximos al río. Los periodistas de la prensa escrita y de la radio cubrieron la noticia.
Esos trasteros, a los que nosotros llamábamos “leñeras” porque allí metíamos a finales de verano la leña que nos iba a servir para cocinar y calentarnos durante el invierno, ya que la calefacción llegó más tarde; nos servían de improvisado teatro. Hacíamos verdaderas representaciones entre los niños del barrio a los que cobrábamos, religiosamente, su correspondiente entrada. Mi “leñera”, en concreto, sirvió también de reuniones con amigos, con queimada incorporada, habitación para un improvisado huésped clandestino y para refugio de “Dina”, la perrita dálmata que nos acompañó un tiempo.
Los días de la fiesta, dos antes y el 26 de julio, día de Santa Ana, el barrio se revolucionaba. Primero, pedíamos a los comerciantes su colaboración para poder comprar telas de colores y confeccionar las banderitas que colgarían entre los bloques, pagar la orquesta, organizar juegos, etc. Recuerdo a D. Emilio López Draque, el farmacéutico, a Sagrario la de la droguería, donde se arreglaban medias de cristal –siempre me llamó la atención el instrumento que utilizaba la afanosa joven para el arreglo-, Primitivo, el de la tienda de comestibles y el bar Boni, que tenía pintado en una de sus paredes, un idílico paisaje suizo, con sus vacas, sus montañas de un verde intenso, monocolor y su bosque de abetos -un poco fuera de contexto quizá-.
La fiesta duraba tres días y todo era alegría, participación en los juegos, invitaciones a los amigos a comer a casa y la verbena por la noche. Primeros bailes juntos, primeros escarceos amorosos y ganas de pasarlo bien.
La televisión llegó a casa en los primeros años de la década de los 60 (1964) nosotros ya la veíamos con anterioridad en casa de Inés y Pepe, mis vecinos del 5º derecha. Pasábamos solo los martes a ver “Las aventuras de Simon Templar, El Santo” después de cenar. Cuando ya la nuestra ocupó el lugar preferente en el comedor, la variedad de programas nos entretenía durante muchas noches. He de confesar que para mí la radio, era mi preferida. Todos los días, cuando jugaba en la calle con mis amigos, mi madre me llamaba desde la ventana a las 7 y 10 para subir a escuchar “El cuento”. Yo interrumpía cualquier cosa que estuviera haciendo y, fielmente, subía a escuchar en las magníficas voces de los locutores de radio nacional cada tarde un cuento clásico que me transportaba a mundos imaginarios y me enriquecían poderosamente.
La escuela, el instituto, la Escuela de Magisterio y todas las actividades académicas las hicimos con los mismos amigos del barrio, con la mayoría conservo la amistad. Entre las familias, repito clase media media, había un extraordinario afán de superación, y casi todas ellas deseaban que sus hijos tuvieran una carrera media o superior. Así fue: médicos, abogados, arquitectos, profesores etc.
Durante 25 años, mi vida estuvo en los 80 metros de un 5º piso sin ascensor, pero con el contacto más directo con todos los vecinos con los que coincidíamos a menudo por la escalera; mi profe de Lengua del instituto, doña Pilar Tolosa, con Nicolás y Mari Carmen en el 4º izda, Nati y Alejando en el 3º derecha, Raquel en el 1º izquierda, Mari Carmen y sus padres en el 4º derecha…. Con todos los que viven y con sus descendientes mantengo una buena relación.
La casa de las Doscientas ha recogido la vida y también la muerte y las enfermedades… Las ilusiones de los “un poco más que amigos” que venían a acompañarme hasta el portal de casa, las primeras notas que me enviaban por correo en la carrera que posteriormente cursé de Filología Hispánica, el primer trabajo… pero también la muerte de mi padre con los vecinos que acudían a casa a darnos el pésame, y la de la tía Manuela, los primeros síntomas de la enfermedad de mi madre… La vida y la muerte juntas.
Ahora todo ha cambiado como es lógico, El barrio está precioso, muy bien ubicado, El Vivero permanece en el mismo sitio y la Plaza de toros, pero la calle, mi calle está llena de coches, no hay niños jugando en ella, han puesto el primer ascensor en uno de los portales; que por cierto ya tienen números y no letras como entonces, y los vecinos, en su mayoría, hemos cambiado.
Por Pilar Gómez Couso. Cuenca, 2022