Érase una vez una tierra rica y próspera, de campos ondulantes y destacados cerros, de bello colorido según la estación, de campos de cereal y cebada que en el mes de mayo eran mecidos por el viento, una tierra de girasol y también de olivo de tres pies, de vid, de almendro, de frutales y plantas medicinales. Era una tierra compartida por la mayoría de las personas de la villa que la labraban con tesón, en uno más de sus quehaceres diarios. Por alguna de sus colinas se veía como pastaban rebaños de ovejas y cabras de las que se obtenía rica leche para hacer queso manchego. Los pueblos cercanos también trabajaban sus tierras y generaban abundancia, que daba para construir iglesias, castillos y conventos, creando una especie de economía sostenible que les permitía vivir y sobre todo permanecer en el territorio, que era su mayor don, el de no haberse movido más allá de la sombra de la torre de su iglesia. Arraigo, le llamaban. Y eran felices.
Así pasaron cientos de años. Los hubo buenos y otros en los que las cosechas fueron arrasadas por tormentas de granizo. Las tierras del marquesado vieron guerras, epidemias y escaramuzas. El tiempo corría como el agua de sus dos arroyos, desembocando en un río que atravesaba parte de tres provincias de la región y los manantiales de aguas subterráneas daban de beber a los habitantes del pueblo. Todo era triple sostenibilidad: social, económica y medioambiental. El trueque era el bizum de las mercancías y la Economía Verde y los Objetivos de Desarrollo Sostenible ya se habían conseguido cuando el año 2.030 aún sonaba a ciencia ficción.
Hasta que de pronto un día, ya en el siglo XXI, al marqués se le ocurrió que estaría bien cambiar de nombre el territorio y lo hizo sin tener en cuenta la opinión de los más sabios y sobre todo sin tener en cuenta al resto de habitantes de la comarca, a los agricultores y ganaderos y a los artesanos de los Quesos Manchegos y le llamó el Marquesado del Vertedero.
No era un nombre muy comercial, la verdad, aunque lo peor no era el nombre, sino el proyecto de residuos contaminantes almacenados bajo tierra que llegaban hasta el subsuelo, filtrándose en manantiales y cosechas, haciendo perder la garantía de calidad de los productos y rompiendo la cadena alimentaria. Se abandonaron tierras y el propio abandono produjo incendios y el marquesado empobreció. Sus gentes tuvieron que sacrificar las reses, dejar de comer de su autoabastecimiento natural y huir.
En vista de que la población huía, el Marqués del Vertedero, se fue hasta la capital y para evitar que las personas salieran de la provincia que se estaba despoblando, decidió quitarles el tren en contra de su voluntad. Empezó a arrancar una a una las vías y a cambio construyó una rotonda para que dieran vueltas, como si de una noria se tratara y lo hizo con mucho gusto, pensando que estaba creando modernidad y sostenibilidad, cuando en realidad les estaba privando de libertad y de una herramienta de movilidad y desarrollo.
El Marqués estaba satisfecho con la hazaña y comenzó a hacer cosas con el dinero de todos: viajar con sus jefes a destinos exóticos para traer empresas que le parecían mejores que las del lugar, cenar con sus amigotes en puentes pintorescos, enriquecerse mientras empobrecía al pueblo y soñar con una ínsula que le habían prometido y que no era Barataria, porque estaba repleta de baúles de oro recaudados por el gobierno de la gente. Los podría utilizar el Marqués del Vertedero y los que garantizaran lavar su imagen de “cero sostenible”. Moraleja: “Quien no valora los recursos que tiene, ya sean humanos o materiales, que luego no llore lo que pierde”.
Opinión de Yolanda Martínez Urbina